por Eduardo Kahane
de Luis Do Santos – Artigas – Uruguay.
Tiempo de Papel – Ediciones – Valencia 2020.
Una obra de arte, de serlo, crea su propio género. Se podría discutir, como se hace en estos tiempos, si El zambullidor es un libro de relatos, una nouvelle o una novela. Habría argumentos en un sentido o en otro, pero sería un debate estéril, porque el libro no sería el que es si no inaugurara un género.
El zambullidor es un texto narrado en primera persona sobre los recuerdos de un niño, sobre la difícil comunicación con sus padres y la carencia afectiva que deriva en frustración, comportamientos imprudentes y castigos, a veces violentos. Por él, desfilan una serie de personajes coloridos, intensos y bien trazados. Pero hay más: Determinante para los protagonistas y su cotidiano es la presencia del río, fuente de ocupación y alimento, espacio de juegos infantiles y sombra donde acecha la muerte.
El autor recurre a un lenguaje sencillo, coloquial y creíble para las circunstancias de la anécdota y el lugar en que acontece, es decir el litoral norte del río Uruguay, donde confluyen las fronteras de otros dos países, Argentina y Brasil, e influido por tres lenguas, portugués y guaraní además del español. La naturaleza de esa enorme comarca nada tiene que ver con la pampa, las llanuras sureñas y los mitos a que han dado lugar en la literatura, como el gaucho libertario, las sagas de estancieros, la vida de la peonada y todos los elementos que se conocen como literatura campesina de Uruguay y desde luego de Argentina, que por cierto, son mitos creados por intelectuales de la ciudad en busca de raíces. En cambio, los ríos torrentosos, los esteros y humedales de esa geografía semitropical, su flora y su fauna y la vida de sus gentes han tenido escasa presencia en la literatura y nula influencia en la gestación de mitos y valores. El zambullidor baliza un camino por dónde empezar a colmar ese vacío.
Una prosa salpicada de lirismo ayuda a sobrevolar los episodios más arduos, los avatares de gente sencilla bregando por construir un destino en un entorno imponente. El uso de voces coloquiales, muchas de origen guaraní o náhuatl (gurí, chala, achura, guacho, galpón), el nombre común de plantas (arnique, sarandí, tacuara, lapacho), de animales (apereá, carpincho, yarará, yacaré) y sobre todo de peces (surubí, bagre, tararira, mojarra) tienen un atractivo tonal, pero despiertan resonancias culturales distintas fuera de su contexto original. Localmente son reconocibles y tienen eco incluso en la música popular litoraleña, pero en otros entornos culturales y sobre todo en otros idiomas, requiere un esfuerzo de explicación, resuelto en este caso con frecuentes llamadas a pie de página. Esta dificultad no debe ser óbice para alentar la producción de obras de semejante textura local porque enriquecen la lengua y su literatura.
En el libro se podría señalar algún descuido de estilo, un flirteo con lo fantástico que no termina de cuajar, pero lo esencial no está allí sino en el trabajo de un autor de la tierra, que ama a sus personajes y los moldea con ternura entrañable. Ninguna de sus figuras es incuestionable porque todas son tozudamente humanas. Tal vez el genio de este libro esté en el hallazgo de un protagonista con el que niños y mayores encontrarán fácil identificarse porque a todos toca zambullirse en el torbellino de crecer.