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Por: Gustavo Alzugaray 

Hoy terminé de leer “El resto del mundo rima”, de Carolina Bello (Random House, 2021). Lo primero que debería destacar es la precisión quirúrgica del decir de la autora. Leyendo su discurso ágil y dinámico (desde una mirada de escritor) a uno le queda la impresión de que cada palabra y cada signo de puntuación no sólo está donde tiene que estar sino que no podría no estar ahí. Como lector, todo este esmero que Carolina pone en la construcción de la prosa no está a la vista, es decir, no distrae en absoluto. Y no estoy diciendo que se trate de un texto minimalista o chato. Más bien es lo contrario: es un texto complejo y rico que parece simple porque la riqueza y la fuerza de sus imágenes está en la mirada de la autora, más que en la extravagancia del objeto observado y descrito. Como haría un buen iluminador en una obra de teatro, la autora pone el foco de tal manera que, en cada cuadro, vemos lo que ella quiere que veamos y con la perspectiva que ella nos propone. Así, tenemos un cuerpo que se vuelve “una bolsa de indicios” o un juego de tazas que reina en un aparador “como un agujero negro”. 

Tal dominio de las escenas hace que se atreva, incluso, a internarse también en mundos oníricos, fantasiosos, ilusorios y hasta surrealistas para llegar a hablar, por ejemplo, de “un bolso grande de Peñarol”. Es decir, juega con tribunera algarabía con la lógica, retorciéndola hasta el absurdo y la contradicción. 

Pero, más allá de estos delirios, lo importante es que uno se mete en el mundo propuesto sin esfuerzo y a las pocas página ya te importan todas las puntas que la historia va abriendo. La técnica de Carolina, entonces, es envidiable.

¿De qué habla la novela? De choques. De trayectorias opuestas y fatalmente reunidas en un puntos del espacio tiempo y de las consecuencias de esos encuentros. Hay dos choques principales en la historia. Uno vial, el otro vital. Ambos de frente. Y, como sucede en los choques, hay víctimas, hay desgarramientos, hay traumatismos, hay pérdidas y hay ganancias (en el segundo caso en el sentido atómico o astrofísico, el de fusión). 

El choque vial es el que gatilla la anécdota. Y es el que pone a los dos personajes principales en contacto. Autos, carretera, noche, muertos, amputaciones, banquinas, paramédicos, policías, hospital. Y, una vez en el hospital, nuevamente la iluminación que nos va guiando la mirada con astucia: un árbol “que parece un bonsái pero gigante” es todo lo que se necesita para plantar el edificio en su lugar. Es el árbol que está en todos los hospitales, como antes estaba la foto de la enfermera pidiendo silencio. Es “la magnolia del Maciel, hospitalaria” a la que le cantó Lucio Muniz cuando estuvo internado.

El otro choque, el vital, es tan inevitable como el primero. Porque hay dos vidas que (nos vamos enterando con el correr de las páginas) han partido hace mucho de lugares diferentes y en direcciones opuestas y convergentes. Una buscando salir de las sombras, llegar a ser alguien; la otra queriendo salir de la luz, llegar a ser nadie. Ese encontronazo también tiene un efecto transformador en los accidentados. Como cuando chocan dos galaxias y todas las fuerzas gravitatorias originales se ven alteradas, las experiencias de los personajes de la novela se deforman, se estiran, intercambian partes de su estructura. Algunas de sus historias, como planetas que se pierden en el caos y saltan a orbitar estrellas extrañas, se descuelgan de un personaje y se pegan a otro (pienso en Fátima, por ejemplo).

En el caso de las galaxias que colisionan, una vez pasado el momento más traumático, hay dos futuros posibles. Puede suceder que ambas formaciones comiencen a abrazarse, a danzar juntas hasta convertirse en una sola, atrapadas por sus respectivas gravedades. Otras veces, cada una sigue su rumbo cargando algunas estrellas nuevas y habiendo cedido otras. En el último capítulo de El resto del mundo rima, nos enteramos de cuál será seguramente el caso con sus personajes. No esperarán que se los diga yo, ¿verdad?

Guatavo Alzugaray